Cada 6 de mayo, la Familia Salesiana celebra la fiesta de Dominguito Savio, uno de los santos más jóvenes de la Iglesia Católica. El patrono de las embarazadas, los monaguillos, los niños cantores y los estudiantes, murió poco antes de cumplir los 15 años. Uno solo era su deseo: ser santo.

Doménico Savio nació el 2 de abril de 1842 en Riva de Chieri, Italia. Su padre era Carlos Savio, un mecánico de familia pobrísima. Su madre se llamaba Brígida Gaiato y hacía costura. Domingo fue el mayor de 5 hermanos, ya que el primer hijo del matrimonio murió al nacer, al igual que otros que vinieron después. En busca de trabajo, la familia se trasladó más de una vez a otros pueblos, en los que Domingo iba creciendo física y espiritualmente.

Desde muy chico, Dominguito ayudaba como monaguillo en la misa. Era tal su entusiasmo que cuando llegaba muy temprano, al encontrarse con las puertas del Templo cerradas, el niño se quedaba de rodillas, en adoración a Jesús Eucaristía.

 

Con 7 años, el niño santo recibió la Primera Comunión, el 8 de abril de 1849. Un día antes, pidió perdón a su madre por las veces que pudiera haberle causado disgustos, y prometió mejorar. Y cuando le llegó el tiempo de recibir a Jesús, de rodillas recitó lo que había escrito tiempo antes en su cuadernito:

Resoluciones tomadas por mí, Domingo Savio, en el año de 1849, en el día de mi Primera Comunión, a la edad de siete años:

1. Me confesaré a menudo, y comulgaré siempre que mi confesor lo permita.
2. Deseo santificar los domingos y fiestas en forma especial.
3. Mis amigos serán Jesús y María.
4. Prefiero morir antes que pecar.

 



 

Domingo era, sin dudas, un niño especial. Cuando debió comenzar a ir a la escuela de Castelnuovo, su familia vivía en Murialdo, a unos 4 km. El pequeño comenzó a recorrer este camino diariamente, dos veces de ida, dos veces de vuelta. No se sentía solo; aseguraba que su Ángel Custodio lo acompañaba siempre.

En la escuela, el pequeño destacaba por su buena conducta y su memoria excepcional. A menudo volvía a su casa con medallas de honor y otros premios; y en más de una oportunidad fue elegido mejor compañero. Así lo atestiguaron sus contemporáneos, cuando dieron a conocer algunos episodios de la niñez de Domingo.

Cuentan que un día de invierno, sus compañeros habían llenado la estufa de piedras y tierra, y el aula se tornó extremadamente fría. Cuando el maestro ingresó al aula y, notando el cambio de temperatura, preguntó quién había hecho tal cosa, los autores de la travesura culparon a Domingo, quien aceptó el reto sin decir palabra alguna y debió ponerse de rodillas por el resto de la clase. Al día siguiente, cuando se descubrió a los verdaderos culpables y se preguntó a Dominguito por qué no se había defendido, él dijo que Jesucristo también había sido acusado injustamente.

Con la misma mansedumbre calmó en otra ocasión a dos compañeros que habían acordado enfrentarse a pedradas. Domingo se puso en medio y les pidió -a uno primero, al otro después- que le pegaran primero a él. Ambos se negaron, porque eran amigos suyos. Entonces, tomando un crucifijo les pidió que repitiesen: “Jesús murió perdonando a los que lo crucificaron y yo no quiero perdonar a los que me ofenden”. Las piedras rodaron por el suelo y la pelea no se realizó.

Como estos inconvenientes, hubo varios. Incluso un día sus pares convencieron a Domingo de faltar a clases para ir al río, pero la capacidad de reflexión del niño era tal, que el mismo día le pidió a su madre lo acompañara a confesarse, y resolvió no repetir actos semejantes.

 

 

Con 12 años, Dominguito y sus padres pidieron un lugar en el oratorio de Turín. Cuando el chico se encontró con Don Bosco, enseguida se entendieron, pero Domingo era impaciente y quería saber qué pensaba aquel sacerdote.

– Me parece que la tela es buena, dijo Don Bosco.

– ¿Y para qué podrá servir esa tela?

– Bueno, esa tela puede servir para hacer un hermoso traje y regalárselo al Señor.

– De acuerdo, yo soy esa tela y usted es el sastre. Lléveme a Turín y haga usted ese traje para el Señor.

 

Para ponerlo a prueba, Don Bosco le dio un libro y lo desafió a estudiar una página para el día siguiente. Mientras el cura hablaba con el padre de Domingo, el muchacho regresó y le dijo: “Ya me sé la página. Si quiere se la digo ahora mismo.”


La sorpresa que se llevó Don Bosco fue grande. Domingo no sólo le repitió de memoria (al pie de la letra) la página señalada, sino que le explicó el sentido con toda exactitud.

Te has anticipado en estudiar la lección -le respondió Don Bosco- y yo también me anticipo en darte la respuesta. Aquí la tienes. Te llevaré a Turín y desde hoy te cuento entre mis hijos. Pero te voy a recomendar una cosa: pide al Señor que nos ayude a cumplir su santa voluntad.

La biografía de Domingo y de otros dos oratorianos fueron escritas por Don Bosco.

 

 

El el oratorio, Domingo logró “ser la mejor versión de sí mismo”, llevando a la plenitud cada una de sus virtudes. Un momento crucial aconteció cuando Don Bosco lo encontró en la fría habitación, durmiendo sólo con una sábana.

 


– ¿Estás loco? ¡Te vas a agarrar una pulmonía!

– No lo creo, -respondió Domingo con terquedad- nuestro Señor no agarró ninguna pulmonía en el establo de Belén.


 

El joven tenía por costumbre realizar gestos de mortificación o pequeños castigos (como abstenerse de comer, o padecer frío) porque creía que de ese modo se parecería más a Jesús, y alcanzaría la santidad. Pero Don Bosco le explicó con paciencia que eso no era lo que Dios quería: le enseñó que ser santos consiste en estar siempre alegres y no en sufrir. La fidelidad en el cumplimiento de los deberes cotidianos, hacer bien las cosas de todos los días, eso es la santidad. Si es recreo y toca correr, corremos; si toca jugar, jugamos. Así también nos hacemos santos. Desde aquel momento, la vida de Domingo se basó en esta frase:

 

“Nosotros hacemos consistir la santidad en estar siempre alegres, haciendo bien las cosas que tenemos que hacer, como Jesús lo quiere”.

 

El 8 de junio de 1856, Domingo fundó la Compañía de la Inmaculada junto a los mejores alumnos del colegio, quienes integrarían el grupo de los primeros Salesianos, tres años después, cuando Don Bosco dio inicio a la Congregación.

 

El mismo sacerdote, cuando escribió la biografía de su “alumno bueno”, dejó constancia de las numerosas veces que el joven Domingo alcanzó el estado de éxtasis místico al contemplar a Jesús Eucaristía.


En cierta ocasión, Domingo desapareció durante toda la mañana hasta después de la comida. Un compañero que notó su ausencia se lo comentó a Don Bosco, y éste lo encontró detrás del altar, de rodillas, rezando con fervor. Se le acercó, aunque el niño no parecía darse cuenta de que había alguien más allí. Lo sacudió un poco y recién entonces, sorprendido, Domingo preguntó si ya había terminado la misa de la mañana. El sacerdote le contestó: son las tres de la tarde. Había pasado más de cinco horas allí sin darse cuenta.


En febrero de 1857 la salud de Domingo Savio se debilitó terriblemente. Tenía fuertes accesos de tos y los médicos le diagnosticaron una inflamación en los pulmones. Luego le recomendaron volver a casa de sus padres, en Mondonio.

 

Eran las dos de la tarde del 1° de Marzo de 1857 cuando Don Bosco lo vio partir del oratorio en el que había permanecido por tres años.

 

Doménico Savio falleció tras recibir los últimos sacramentos, al anochecer del 9 de marzo. Su padre se encontraba con él; su madre rezaba en la habitación de al lado. Antes de morir, según está escrito en sus biografías, su rostro se transfiguró súbitamente con una sonrisa de gozo, y exclamó:

 

 

 

 

«¡Estoy viendo cosas maravillosas!».