Diario de voluntariado – episodio 3

“Atesorá todo esto, guardá estas cosas para después volverlas a pasar por el corazón”, me sugirió Gastón sentado al lado mío sobre el cemento de un pequeño anfiteatro en la Plaza de Pocho, ubicada en el corazón de barrio Ludueña.

Es el mes de febrero, y se festeja que hace 54 años llegó al mundo Claudio Lepratti, quien hizo de su vida una entrega generosa hacia los más necesitados. Vivió el evangelio desde el compromiso social y, como Don Bosco, abrazó la vida de cada joven que se cruzó en su camino. Una bala policial le arrebató su existencia en diciembre de 2001, pero su corazón sigue latiendo fuerte en Ludueña.

Entre los vecinos del barrio, rodeados de pibes y pibas de los diferentes oratorios, compartimos el mate mientras vemos cada número que se presenta en el escenario montado en el centro de la plaza. Murgas, bandas musicales, artistas del barrio e invitados comparten su arte, una forma de darse generosamente desde lo que son.

Nadie imagina que en menos de un mes llegará una pandemia mundial que hará imposibles los encuentros, postergará los abrazos y pensaremos en lo poco prudente que es tomar del mismo mate.

Pero nada impidió que en ese momento tuviera la certeza de que estaba en el lugar indicado, en el momento indicado, y di gracias a Dios por tanta vida compartida. Hacía pocas semanas que había llegado a Rosario, una ciudad tan distinta a la Salta en que crecí, con formas tan diferentes de vincularse, con maneras que me resultaban extrañas; pero a la vez con mucho por descubrir y con mucho que atesorar.

De ese día me quedó grabado en el corazón un inmenso atardecer lleno de colores, de música, la risa de los pibes, el barrio de fiesta, los abrazos, la palabra certera, la sinceridad en el alma. Comprendí que por más diferentes que seamos las personas, cada quien con su historia es especial y guarda en su corazón la inmensa capacidad de dar.


Hacía mucho tiempo que no sentía una alegría y una paz tan genuinas, antes de esto mi vida se había transformado en una rutina dominada por comportamientos automáticos. La experiencia de voluntariado misionero fue entonces la bocanada de aire fresco que necesitaban mis días, y después de discernirlo varios meses, de rezarlo y de pensarlo, en la placita del barrio entendí que los caminos de Dios son misteriosos, a veces difíciles de entender, pero están llenos de un amor profundo e indescriptible.

Las palabras de Gastón, quien vive la experiencia del tirocinio, quedaron resonando en mi interior y a partir de ese día guardo cada vivencia, cada conversación, cada risa, cada encuentro en lo profundo de mi ser. Por eso es que cuando pienso cómo me gustaría terminar este año, más allá del contexto pandémico, solo espero poder

abrir el corazón y que esté lleno de nombres.

Iván Rodríguez – voluntariado nacional.