Sociólogo y pensador, con medio siglo de trabajo a sus espaldas, Zygmunt Bauman emergió en la sociedad desorientada que empezaba el nuevo milenio como el lúcido analista de las contradicciones de la posmodernidad, y su concepto de “sociedad líquida” ha triunfado en todo el mundo.
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Foto: www.elpais.com
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Está a punto de cumplir 89 años, pero Zygmunt Bauman no para. Su agenda está tan cargada que hay meses que pasa apenas dos días en su casa de Leeds (Gran Bretaña). Pero es que le homenajean en una universidad tras otra y, sobre todo, le requieren en debates de todo el mundo. E incluso en festivales de música y cultura alternativa dirigidos a los más jóvenes. Y él acude. Es el sociólogo de referencia, el que ha acuñado el concepto de “mundo líquido” para definir el actual momento de la historia en el que las realidades sólidas de nuestros abuelos, como el trabajo y el matrimonio para toda la vida, se han desvanecido. Y han dado paso a un mundo más precario, provisional, ansioso de novedades y, con frecuencia, agotador.
Un mundo que Bauman ha sabido explicar como pocos. Quizá porque, como dice en su nuevo libro, ¿Para qué sirve realmente un sociólogo?, que acaba de publicar Paidós, hacer sociología es descorrer la cortina, poner de manifiesto cómo los problemas individuales están fuertemente relacionados con las circunstancias sociales, aportar orientación a las personas en un mundo en continuo cambio. Un cambio que él ha vivido como pocos: nacido en Poznan, Polonia, en 1925, en una familia judía, ha experimentado en primera persona los vaivenes del siglo XX.
“Somos más libres que nunca antes y también más impotentes que en ningún otro momento. Sentimos la desagradable experiencia de ser incapaces de cambiar nada”“Cada vez hay más vidas desperdiciadas. Además, la gente que por el momento tiene un empleo experimenta la fuerte sensación de que hay altas posibilidades de que también se conviertan en desechos”“Yo creo que no viviré para ver el nuevo arreglo, pero este periodo de suspensión en el que muchas cosas van mal y tenemos pocas ideas para solucionarlas no es eternamente concebible”
Paradójicamente, lo que no logró Hitler lo consiguió el gobierno comunista polaco: Bauman se marchó de su país a finales de los años sesenta tras una campaña antisemita y acabó reconstruyendo su vida en Leeds, en el norte de Inglaterra, desde donde se ha convertido en una referencia mundial. Allí reside en una pequeña casa con jardín en las afueras de la ciudad. Una casa modesta donde se amontonan los libros que lee incansable y los que le publican por todo el mundo. Y también los recuerdos de toda una vida. Viudo desde el 2009 y con tres hijas que hace mucho que dejaron el nido, vive actualmente con la profesora de la Universidad de Varsovia Aleksandra Kania, de 82 años, a la que define como su compañera de vida y junto a la que recibe al Magazine con unas fresas con crema.
¿Imaginó que podía convertirse en una estrella mediática global?
No, desde luego. Pero no soy una estrella. Cuando muera, lo que probablemente sucederá pronto, seguramente moriré como una persona insatisfecha, que no ha logrado su objetivo.
¿Por qué?
Porque he tratado de transmitir ciertas ideas toda mi vida, que ha sido muy larga. Y cuando miro atrás hay toda una montaña gris de esperanzas y expectativas que murieron al nacer o fallecieron muy jóvenes. No tengo nada de qué alardear. Intento unir palabras para decir a la gente cuáles son los problemas, de dónde vienen, dónde se esconden, encontrar ayuda para resolverlos si es posible. Pero son palabras. Y no niego que son poderosas porque nuestra realidad, lo que pensamos que es el mundo, esta habitación, nuestra vida, nuestros recuerdos, son palabras. Pero pese a haber vivido tantos años no he conseguido resolver el problema de convertir las palabras en carne. Hoy hay una enorme cantidad de gente que quiere el cambio, que tiene ideas de cómo hacer el mundo mejor no sólo para ellos sino también para los demás, más hospitalario. Pero en la sociedad contemporánea, en la que somos más libres que nunca antes, a la vez somos también más impotentes que en ningún otro momento de la historia. Todos sentimos la desagradable experiencia de ser incapaces de cambiar nada. Somos un conjunto de individuos con buenas intenciones, pero que entre sus intenciones y diseños y la realidad hay mucha distancia. Todos sufrimos ahora más que en cualquier otro momento la falta absoluta de agentes, de instituciones colectivas capaces de actuar efectivamente.
¿Qué ha cambiado?
Cuando era joven todos mis contemporáneos en la izquierda, la derecha o el centro coincidían en un punto: si ganamos el gobierno o hacemos una revolución, sabemos qué hacer y cómo lo haremos mediante el poder del Estado. Ahora nadie cree que el gobierno puede hacer nada. Los gobiernos son vistos como instituciones que nunca cumplen sus promesas. Es un grave problema. Porque significa que aunque sepamos cómo crear una sociedad más humana –y por ahora hemos abandonado la esperanza de poder diseñarla–, la gran pregunta, para la que no tengo respuesta, es quién va a convertirla en realidad.
Vivir en un mundo líquido, ¿qué significa exactamente?
Modernidad significa modernización obsesiva, adictiva, compulsiva. Modernización significa no aceptar las cosas como son, sino cambiarlas en algo que consideramos que es mejor. Lo modernizamos todo. Coges tus regulaciones, tus relaciones, tus objetos y tratas de modernizarlos. No viven demasiado tiempo. Eso es el mundo líquido. Nada encuentra una forma definida que dure mucho tiempo. Hay que decir que fundir lo sólido, hacerlo líquido y moldearlo de nuevo era una preocupación de la modernidad desde el principio, pero el objetivo era otro. Arbitrariamente, pero creo que de forma útil, fijo el inicio de la modernidad en el año 1755 en el terremoto de Lisboa, al que siguió un incendio que destruyó lo que quedaba y luego un tsunami que se lo llevó todo al mar.
¿Por qué en ese terremoto?
Fue una catástrofe enorme, no sólo material sino también intelectual. La gente pensaba hasta entonces que Dios lo había creado todo, que había creado la naturaleza y había puesto leyes. Pero de repente ve que la naturaleza es ciega, indiferente, hostil a los humanos. No puedes confiar en ella. Hay que poner el mundo bajo la administración humana. Reemplazar lo que hay por lo que puedes diseñar. Así, Rousseau, Voltaire o Holbach vieron que el antiguo régimen no funcionaba y decidieron que había que fundirlo y rehacerlo de nuevo en el molde de la racionalidad. La diferencia con el mundo de hoy es que no lo hacían porque no les gustara lo sólido, sino, al revés, porque creían que el régimen que había no era suficientemente sólido. Querían construir algo resistente para siempre que sustituyera lo oxidado. Era el tiempo de la modernidad sólida. El tiempo de las grandes fábricas empleando a miles de trabajadores en enormes edificios de ladrillo, fortalezas que iban a durar tanto como las catedrales góticas. Sin embargo, la historia decidió un camino muy diferente.
¿Se hizo “líquida”?
Sí. Hoy la mayor preocupación de nuestra vida social e individual es cómo prevenir que las cosas se queden fijas, que sean tan sólidas que no puedan cambiar en el futuro. No creemos que haya soluciones definitivas y no sólo eso: no nos gustan. Por ejemplo: la crisis que tienen muchos hombres al cumplir 40 años. Les paraliza el miedo de que las cosas ya no sean como antes. Y lo que más miedo les causa es tener una identidad aferrada a ellos. Un traje que no te puedes quitar. Estamos acostumbrados a un tiempo veloz, seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas oportunidades que van a devaluar las existentes. Y sucede en todos los aspectos de la vida. Hace dos años la gente hacía enormes colas por la noche por el iPhone 5 y ahora mismo las hace por el 6. Puedo garantizar que en dos años aparecerá el 7 y millones de iPhone 6 serán lanzados a la basura. Y eso que es así con los objetos materiales funciona igual con las relaciones con la gente y con la propia relación que tenemos con nosotros mismos, cómo nos evaluamos, qué imagen tenemos de nuestra persona, qué ambición permitimos que nos guíe. Todo cambia de un momento a otro, somos conscientes de que somos cambiables y por lo tanto tenemos miedo de fijar nada para siempre. Probablemente su Gobierno, como el del Reino Unido, llama a sus ciudadanos a ser flexibles.
Lo hace.
¿Qué significa ser flexible? Significa que no estés comprometido con nada para siempre, sino listo para cambiar la sintonía, la mente, en cualquier momento en el que sea requerido. Esto crea una situación líquida. Como un líquido en un vaso, en el que el más ligero empujón cambia la forma del agua. Y esto está por todas partes.
¿Cuáles cree que son los efectos de esta nueva situación en la gente?
Hace unos años la gente joven iba a trabajar para Ford o Fiat como aprendiz y podía acabar estando allí los siguientes 40 años si no se emborrachaba o moría antes. Hoy los jóvenes que no han perdido la ambición tras tener amargas experiencias laborales sueñan con ir a Silicon Valley. Es la meca de las ambiciones de todo hombre joven, la punta de lanza de la innovación, del progreso. ¿Sabe cuál es la media de un trabajador en una empresa de Silicon Valley? Ocho meses. El sociólogo Richard Sennett calculó hace unos años que el trabajador medio cambiaría de empresa once veces durante su vida. Hoy esa cantidad es incluso mayor. Las generaciones que emergen de las universidades en grandes cantidades están todavía buscando empleo. Y si lo encuentran, no tiene nada que ver con sus habilidades y sus expectativas. Están empleados en trabajos basura, temporales, sin seguridad, sin recorrido laboral. Así que la manera principal en la que nos conectamos al mundo, que es nuestra profesión, nuestro trabajo, es fluida, líquida. Estamos conectados sólo por agua. Y no puedes estar conectado por eso, produce inundaciones, fugas…
¿Por eso dice que hemos pasado del proletariado al precariado?
Hace no mucho el precariado era la condición de vagabundos, homeless, mendigos. Ahora marca la naturaleza de la vida de gente que hace 50 años estaba bien instalada. Gente de clase media. Menos el 1% que está arriba del todo, nadie puede sentirse hoy seguro. Todos pueden perder los logros conseguidos durante su vida sin previo aviso. No hace tantos años, seis, el crédito y los bancos se hundieron y la gente empezó a ser desahuciada de sus casas y sus trabajos. Antes de eso, los optimistas hablaban de orgía del consumo, la gente pensaba que podía gastar dinero que no tenía porque las cosas serían mejores cada vez y también sus ingresos, pero todo eso se ha hundido. Las consecuencias son hoy los recortes, la austeridad, el alto nivel de desempleo y, sobre todo, la devastación emocional y mental de muchos jóvenes que entran ahora al mercado de trabajo y sienten que no son bienvenidos, que no pueden añadir nada al bienestar de la sociedad sino que son una carga.
Aumentan lo que llama vidas desperdiciadas.
Cada vez hay más. Pero es que además la gente que tiene un empleo experimenta la fuerte sensación de que hay altas posibilidades de que también se conviertan en desechos. Y aun conociendo la amenaza son incapaces de prevenirla. Es una combinación de ignorancia e impotencia. No saben qué va a pasar, pero ni sabiéndolo serían capaces de prevenirlo. Ser un sobrante, un desecho, es una condición aún de una minoría, pero impacta no sólo en los empobrecidos sino también en cada vez mayores sectores de las clases medias, que son la base social de nuestras sociedades democráticas modernas. Están atribuladas.
¿Van a desaparecer las clases medias?
Estamos en un interregno. La palabra se usó por primera vez en la historia de la antigua Roma. El primer rey legendario fue Rómulo, que reinó 38 años. Era la media de vida de la gente, así que cuando murió pocos o ninguno recordaban el mundo sin él. La gente estaba confundida. ¿Qué hacer? Rómulo les decía qué hacer. Y si hubiera otro, quién sabe lo que les pediría. Gramsci actualizó la idea de interregno para definir una situación en la que los viejos modos de hacer las cosas ya no funcionan, pero las formas de resolver los problemas de una nueva manera efectiva aún no existen o no las conocemos. Y nosotros estamos así. Los gobiernos viven atrapados entre dos presiones imposibles de reconciliar: la del electorado y la de los mercados. Tienen miedo a que si no actúan como las bolsas y el capital viajero quieren, las bolsas quebrarán y el dinero se irá a otro país. No se trata sólo de que pueda haber corrupción y estupidez entre nuestros políticos, sino que esta situación les hace impotentes. Y por eso la gente busca desesperadamente nuevas formas de hacer política.
¿Cómo los indignados?
Es un buen ejemplo. Si el gobierno no cumple, vamos a la plaza pública. Pero es un buen intento que no trae mucho resultado. Estamos buscando. Intentando crear alternativas practicables para cumplir con las necesidades colectivas. El interregno por definición es transitorio. Yo creo que no viviré para ver el nuevo arreglo, pero su vida estará llena de búsqueda de estas alternativas. Porque este periodo de suspensión en el que muchas cosas van mal y tenemos pocas ideas para solucionarlas no es eternamente concebible.
¿No nos habremos hecho ya demasiado líquidos?
Los cambios van y vienen. Mucha gente está hoy convencida de que ya hay alternativas, pero que son invisibles porque aún están muy dispersas. Jeremy Rifkin habla del procomún colaborativo. Benjamin Barber ha publicado el libro Si los alcaldes gobernaran el mundo en el que dice que los estados están acabados, que fueron una buena herramienta para la separación, la independencia y la autonomía, pero que en nuestros tiempos de interdependencia deben ser reemplazados. Que las instituciones locales son capaces de enfrentarse a los problemas mucho mejor, tienen la dimensión adecuada para ver y experimentar su colectividad como una totalidad. Pueden llevar a cabo luchas mucho más efectivas para mejorar las escuelas, la sanidad, el empleo, el paisaje. Pide una especie de Parlamento mundial de alcaldes de las grandes ciudades. Nada demasiado utópico, porque el 70% de la población vive en ciudades. Un Parlamento donde la gente hable y comparta experiencias que son enormemente similares. Y los cambios pueden estar ya aquí. Mi tesis, cuando estudiaba, fue sobre los movimientos obreros en Gran Bretaña. Indagué en los archivos del siglo XIX y los diarios. Para mi sorpresa, descubrí que hasta 1875 no se mencionaba que estaba teniendo lugar una revolución industrial, había sólo informaciones dispersas. Que alguien había construido una fábrica, que el techo de una fábrica se hundió… Para nosotros es obvio que estaban en el corazón de una revolución, para ellos no. Es posible que cuando entreviste a alguien dentro de 20 años le diga: cuando fue a entrevistar a Bauman a Leeds estaban en medio de una revolución y usted le preguntaba a él por el cambio.