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El adolescente santo del oratorio comprendió que ser santo es tener siempre una mano tendida para ayudar con alegría.
Domingo Savio es ejemplo de santidad salesiana. «Hacer bien las cosas que tenemos que hacer, siempre alegres» es lo que aprendió junto a Don Bosco en el Oratorio de Valdocco. Puso todo su empeño para hacerse santo. Y lo consiguió.
En estos tiempos, cuando la solidaridad y la entrega son más necesarias que nunca, queremos recordar al joven Domingo como quien encarnó estos valores.
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Domingo cultivó también en el Oratorio el valor de la solidaridad. En aquellos años duros, el joven Savio aprendió en la escuela de Don Bosco a tener un corazón grande y las manos siempre abiertas.
En 1854 se declaró en la ciudad de Turín una epidemia de cólera que se desarrolló en la ciudad con una virulencia inusitada. En los meses de julio y agosto la mortal enfermedad se propagó con rapidez llevándose la vida de muchas personas. La situación era insostenible.
En cuanto Don Bosco se enteró que la epidemia empezó a rondar por los alrededores del Oratorio, se dispuso inmediatamente a asistir a las víctimas. Pidió a algunos de sus muchachos que estuvieran disponibles y catorce de ellos se prepararon para echar una mano a Don Bosco en un momento verdaderamente difícil.
Domingo, llegado al Oratorio en octubre de ese mismo año, vivió –sin duda- la generosidad de sus compañeros y del mismo Don Bosco en tantos gestos de solidaridad y cercanía a aquellos más necesitados.
Esa fue su escuela, y en ella aprendió Domingo el valor de vivir con la mano tendida dispuesto a dar lo mejor de sí a los que peor lo pasan.
También encontramos a Domingo -según el testimonio del propio Don Bosco-, un día de septiembre de 1855, acercándose y haciendo curar a una enferma anciana y abandonada en una casa desconocida. Así lo contó Don Bosco a Juan Cagliero, quien lo narró en el proceso de beatificación: «Domingo, en compañía de otros compañeros, se ofreció a Don Bosco para asistir a los atacados del cólera, que de nuevo había hecho su aparición.
Un día se detuvo en una casa de la calle Cottolengo, preguntó al dueño si había alguna persona atacada del cólera, y como el dueño respondiera negativamente, Domingo insistió y rogó por favor que lo miraran atentamente porque en la casa tenía que haber una enferma. Y tenía razón. Una pobre mujer iba a trabajar a la casa de la mañana a la noche, y el dueño había puesto a su disposición un cuartucho en un desván, donde dejaba su ropa y comía. La noche antes no había bajado como solía, pero nadie había reparado en ello. Asaltada allí por el cólera, ni fuerzas tenía para pedir socorro.
El dueño, cediendo a la insistencia del joven, le hizo visitar toda la casa hasta que al llegar al cuartucho, encontró a la mujer casi a punto de morir. Enseguida llamaron a un sacerdote quien apenas tuvo tiempo para confesarla y administrarle la extremaunción».
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El mismo Don Bosco cuenta cómo, en otra ocasión, Domingo llamó a la puerta de su habitación diciendo:
«-Pronto, venga conmigo que se ofrece ocasión de hacer una buena obra (…)
Yo no me decidía a ir, pero como insistía tanto al final fui con él. Le sigo, sale de la casa, se dirige por una calle, luego por otra sin detenerse ni decir una palabra. Al fin se para, sube una escalera, llega al tercer piso y agita fuertemente la campanilla.
-Aquí es donde usted debe entrar, me dijo.
Cuando se abrió la puerta, me encontré a una mujer llorando porque su esposo estaba a punto de morir…».
Domingo, con una mirada compasiva, estuvo de parte de los más débiles, no pasó de largo ante las necesidades de los demás, no dio rodeos.
Con las manos abiertas y disponibles, supo ofrecer cercanía y atención a los más abandonados.
Su profunda experiencia de fe, su encuentro con el Señor, no le llevó a encerrarse en sí mismo sino a vivir para los demás con una generosidad extraordinaria.
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(Núñez, José Miguel: Claves para una espiritualidad juvenil, Editorial CCS 2005, pág. 75-76)
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