Cada 1° de noviembre se celebra el Día Mundial de la Ecología. La fecha puede pasar inadvertida entre tantas conmemoraciones ambientales o, por el contrario, transformarse en una repetición de frases que ya conocemos: que hay que cuidar el planeta, consumir responsablemente, reciclar, etc. Sin intención de desmerecer estos llamados, tal vez valga la pena detenernos y hacernos otra pregunta: ¿qué significa realmente cuidar?
En los últimos años, la palabra ecología se llenó de buenas intenciones y campañas. Pero, detrás de esos gestos, late algo más profundo que todavía nos interpela: la manera en que habitamos el mundo. Hablar de ecología no es solo hablar de medioambiente; es también hablar de vínculos, de convivencia, de la forma en que nos relacionamos con lo que nos rodea.
El Papa Francisco, en Laudato Si’, nos invita a mirar la realidad desde esa perspectiva amplia: “No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socioambiental” (LS 139).
Cuidar la tierra no puede separarse de cuidar la vida humana, la justicia social o la fraternidad. En ese sentido, la ecología no se limita a lo natural; incluye lo educativo, lo social y lo espiritual. No hay ecología sin una cultura del encuentro, sin la decisión cotidiana de cuidar lo que tenemos cerca.
También en los patios y las aulas salesianas el cuidado se hace presente. Entre juegos y aprendizajes, los jóvenes descubren lo que significa cuidar: reparar lo que se rompe, compartir lo que falta, respetar el tiempo y el espacio del otro. Quizás esa sea una de las formas más concretas de educación ecológica: aprender a habitar el mundo de un modo más humano.
Con la colaboración del Equipo de Ecología Integral ARN
 
			 
					