En todo el mundo recordamos el 8 de marzo el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Se trata de una conmemoración que no ha perdido su vigencia, sino por el contrario: frente a situaciones de mucha gravedad, violencia e injusticia, pareciera actualizar sus premisas de igualdad de derechos y oportunidades para hombres y mujeres.
Esta fecha nos sale al encuentro y un poco nos incomoda, en tanto nos habla directamente sobre nuestra propia manera de pensar, sentir, vivir y compartir la vida en sociedad, en un contexto en que las desigualdades son cada vez más profundas y violentas, a la vez que naturalizadas. Y, sin duda, aún no encontramos la manera de pronunciarnos a favor de los derechos de hombres y mujeres sin apelar a la misma virulencia de la que renegamos.
Las cifras son alarmantes: en gran parte de los países de nuestro planeta, las mujeres ocupan los índices más altos de analfabetismo, pobreza, explotación, nula participación política, riesgo sanitario y trata de personas. Asimismo, en el mundo, 1 de cada 3 mujeres fue víctima de violencia física o sexual (en la mayoría de los casos, agredidas por sus parejas). En Argentina, solamente en lo que va del 2017, han sido víctimas de femicidio 57 mujeres (datos al 12 de febrero) y son muchísimas las denuncias diarias por violencia de género.
Frente a esta dolorosa realidad, numerosas agrupaciones exclaman “Ni una menos” y “Vivas nos queremos”, dos consignas que se han replicado a lo largo y ancho del mundo, revelando así la profundidad de la problemática. A su vez, aparecen las tensiones con las grandes instituciones, las que de a poco van reconociendo la legitimidad de los reclamos y tomando cartas en el asunto.
Con mayor o menor radicalidad en sus reclamos, con los claroscuros de la protesta, algo sin duda nos interpela, nos toca lo más profundo: estamos hablando de la vida y de la dignidad de las mujeres, de la garantía de derechos humanos. En nuestro andar “con los pies en la tierra, pero la mirada y el corazón en el cielo”, no podemos menos que implicarnos. Se trata del cuidado del precioso e irrepetible don de Dios que somos cada una y uno de nosotros y de la posibilidad de construir el Reino de justicia y paz al que estamos llamados. Y eso nos supone a todos y todas.
Como Iglesia que camina en clave de familia ampliada, es nuestra responsabilidad sumarnos a construir acuerdos desde la escucha y el diálogo, a repensar los estereotipos desde los cuales entendemos lo “propio” de mujeres y hombres, discutir nuestros consumos, nuestras expresiones, nuestras prácticas; es preciso llevar estas reflexiones a los hogares, a las escuelas, los centros vecinales, los barrios, los lugares de trabajo, nuestras propias comunidades eclesiales, los órganos de representación ciudadana; es necesario insistir en la intervención y preocupación del Estado en la sanción y cumplimiento de leyes que protejan a las mujeres víctimas de la violencia de género; finalmente, es perentorio construir redes de prevención, asistencia, contención, escucha y rehabilitación para aquellas mujeres y sus familias que atravesaron o atraviesan situaciones de extrema vulnerabilidad y violencia.

Por Patricia De Simone