Una mamá a la que, por diversas razones, le tocó pasar su día lejos de todos sus hijos, mientras me lo contaba me decía: “en la vida tenemos que aprender a soltar, a dejar ir”. Y estaba diciendo una gran verdad.
Varias veces me tocó conjugar o poner en práctica el verbo “soltar”. Porque así como la vida está hecha de uniones y encuentros, también supone separaciones y distancias. Así como uno se aferra y hasta aprieta a aquel o aquello a lo que quiere, también a veces debe soltar y dejar ir lo que tanto ama.
La actividad
Una de las cosas que a veces debemos soltar es la actividad de la que nos ocupamos. Y aquí entra tanto la angustia que significa quedar sin trabajo como el desafío que supone cambiar de tarea o espacio dentro de la propia labor. Quiera que no uno se acostumbra a lo que siempre hizo o incluso llega a creer que es lo único que sabe hacer. Por eso mismo, casi sin darse cuenta, uno puede sentir mucho miedo a los nuevos desafíos. En muchos casos este cambio, al mismo tiempo que nos descoloca, hace que surjan en nosotros capacidades que ni habíamos imaginado tener. De repente, despiertan en nosotros áreas o aptitudes hasta ese momento desconocidas.
El lugar
Algunas veces, y por los más diversos motivos, aquello que nos toca soltar es la casa en la que hemos vivido tanto tiempo, el barrio, la ciudad y hasta incluso el país. Una mudanza, un traslado a otro lugar, un cambio de escenario, es siempre algo que por más que lo hagamos con mucha convicción, no nos ahorra toda una particular serie de sensaciones.
Es normal que en estos casos experimentemos sentimientos encontrados. El deseo de dar ese paso y a la vez el peso que supone hacerlo. Es que salir de lo conocido, abandonar aquello a lo que estábamos tan acostumbrados, siempre será algo que toque nuestras fibras más íntimas.
Es que la casa, la ciudad o el país, no son sólo el lugar donde estuvimos, algo que nos rodea o contiene. Es también algo que llevamos dentro. Es en esos lugares donde se ha ido forjando una historia, viviendo cosas, gozando y sufriendo. Dejarlo nunca es gratis.
Los afectos
De repente ya no tenemos al lado nuestro a tal o cual persona. Debe ser de las realidades más difíciles de “soltar”. Cuando la muerte me deja sin un ser querido; cuando las cosas de la vida me separan de una persona a la que quiero mucho; y tantas otras situaciones más o menos similares. Pienso en los padres que de diversas
maneras, y gradualmente, deben ir soltando a sus hijos. Como tantas veces se dijo, los padres han de preocuparse para que los hijos tengan raíces, pero también han de asegurarse que desarrollen sus alas; llega el momento en que levantan vuelo por sí mismos. Hay una libertad que respetar.
Gracias a la vida, que me ha dado tanto…
Como vengo expresando, la vida está llena de personas, lugares y tareas con las cuales nos vamos familiarizando más y más. Es verdad que en todos esos aspectos hay también dolor, dificultades o decepciones.
Pero eso no niega que en muchos casos nos apegamos a lugares, nos apropiamos de tareas o roles como si nos fueran a pertenecer eternamente. Estrechamos lazos de afecto con personas a las que así como nos encontramos un día, quizá la vida nos llama a despedirlas. En todos esos casos, se impone la necesidad de soltar… de dejar ir, de dejar partir.
Quisiéramos que la vida fuera siempre y solamente salud, pero está la contracara de la enfermedad. Desearíamos que todo sea luz, pero en la vida se trata también de asumir la oscuridad. Del mismo modo, así como ansiamos vivir plenamente cada encuentro, cada vínculo, también hemos de estar dispuestos a despedir, a separarse, a dejar partir.
La vida supone siempre ambas cosas. Y no es que un lado de la vida es bueno y el otro es malo. Uno y otro se complementan. Ambos forman parte de la vida. Ojalá que más allá del dolor o la nostalgia, sepamos aceptar la vida así como es; darle tiempo a las cosas para entender en algún momento el sentido que no llegamos a percibir o que incluso nos suena absurdo.
Y al mismo tiempo, que no dejemos de ser agradecidos, que no perdamos de vista todo lo positivo y bueno que hemos podido vivir o recibir. La película de nuestra vida contiene a veces escenas dolorosas o amargas, pero esas escenas no son toda la película. Ojalá que ninguna escena, por dura que resulte, nos haga perder la perspectiva más amplia, más integral.
Aquella muchacha de Nazareth, María, la esposa del carpintero, se sabía y se sentía muy pequeña ante la grandeza de un Dios al que amaba y obedecía, aunque no siempre le quedaba todo claro sobre él y su voluntad. Ella, que también sintió dudas y sufrió incertidumbre, intuyó que su mundo y su vida formaban parte de un plan y de un proyecto más grande. Y ante todo eso, ella eligió creer, eligió amar y servir.
El camino de muchos de nosotros es por momentos sumamente duro; más de una vez viene en nuestra ayuda el corazón de un amigo. Y si nos abrimos a la fe, podemos contemplar a Aquel que por amor a nosotros abrió de par en par los brazos en la cruz. Podemos también invocar a aquella que para nosotros es modelo de mujer creyente y de servidora de todos.
Un abrazo afectuoso a cada uno en su hogar
P. Ángel Amaya