La certeza que inunda nuestro caminar como cristianos es que la muerte fue vencida, que Jesús esta aquí y ahora, vivo, resucitado. Esto no debería ser sólo un acontecimiento o una celebración ocasional, sino que debe ser el motivo de nuestra transformación diaria, de nuestra pascua cotidiana; es reconocer esos signos de vida que se plasman en el día a día y que nos motivan: la sonrisa, el abrazo, el beso, el “te quiero, sos importante para mí”, gestos simples pero que reflejan resurrección.

En los días que pasan vamos experimentando situaciones difíciles, de angustia, y surge en nuestro corazón preguntarnos: ¿Dónde está el resucitado? Jesús sufre en la cruz por todas estas realidades, pero no podemos entender el sufrimiento sin la resurrección, sin la vida que se encuentra al tercer día. Frente al dolor de estos hechos no debemos ser indiferentes a lo bueno y vital que nos rodea, al amor que se expresa hasta en las situaciones más adversas, y al contemplar la luz que surge de nuestras oscuridades cotidianas descubriremos la presencia de Cristo resucitado.

Hoy, el llamado de la vida, está nuevamente clamando en aquel que sufre, en aquel que está a la vuelta de la esquina esperando poder “resucitar”. Cuantos de nuestros jóvenes hoy viven en el abandono, en la indiferencia de nuestra sociedad, cuántos de ellos están clavados en las cruces y puestos en los sepulcros modernos de las adicciones, de la violencia, y no encuentran un signo de resurrección. Nosotros, que estamos invitados a experimentar la alegría de la vida, no podemos hacer oídos sordos ante estos pedidos y permanecer indiferentes, con la vista a otro lado. Debemos ser como los ángeles, como los discípulos, transformar ese dolor en alegría y anunciar que en donde parecía solo haber muerte y decepción, hoy brota en abundancia el torrente de la vida que trae Jesús, el resucitado.

Por Gastón Ibañez – Concepción del Uruguay