A principio de este mes hemos sido testigos de un momento memorable para la Iglesia y del cual también nosotros hemos compartido con mucha intensidad y alegría: la elección del Cardenal Robert Francis Prevost O.S.A., como el Papa León XIV, nuevo pastor para conducir el rebaño del Señor con el lema por él elegido “Una Iglesia pobre que sirve a los pobres”. Sin pretender por lejos hacer un análisis de este hecho histórico permítasenos situarlo dentro de este mes de mayo, mes mariano. En algunos países durante este mes además se celebra el día de la madre y también en algunas latitudes por la primavera es llamado “mes de las flores”, símbolo de la fe y lo religioso. En nuestro calendario tenemos el 8 a la Virgen de Luján, patrona de nuestra Patria, el 13 a Fátima, el 24 a nuestra Madre María Auxiliadora, para finalizar el 31 con la fiesta de la Visitación.
El Santo Padre León XIV en su discurso y bendición “Urbi et orbi” en la tarde de su elección frente a la Plaza de San Pedro hacía un lugarcito para nuestra Madre, invitándonos a concluir con el rezo del Avemaría:
Hoy, en el día de la Virgen de Pompeya, nuestra Madre María quiere caminar siempre con nosotros, estar cerca de nosotros, ayudarnos con su intercesión y su amor. Ahora quisiera rezar junto a ustedes por esta nueva misión, por toda la Iglesia, por la paz del mundo. Pidamos esta gracia especial de María, nuestra Madre.
Pedimos y agradecemos entonces a María por el Papa y por su servicio. Pero permítanme compartir también y, sobre todo para honrar a nuestra Madre, la devoción que vimos hacia ella de un hijo muy querido suyo, Jorge Mario Bergoglio, Francisco. Fue bautizado en la Basílica María Auxiliadora y San Carlos en el barrio porteño de Almagro por el Padre Enrique Pozzolli sdb [1]. A ese mismo Santuario como Arzobispo de Buenos Aires celebraba cada 24 de mayo la misa central de la fiesta de María Auxiliadora. Luego en Roma como Papa se encomendaba y daba gracias a Santa María “Salus Popoli Romani” por cada viaje apostólico yendo a la Basílica Santa María La Mayor a rezar y dejar flores frente a su imagen: allí mismo, por su voluntad Francisco eligió ser sepultado [2]. Una vez difunto, casi como gesto pascual –uno de los tantos que tuvo [3] y que nos hablan de que “la resurrección no es algo del pasado” (Evangelii gaudium, n.276)- donó su imagen de la Virgen de Luján – imagen que tantas veces “miraba y se dejaba mirar por ella”- al Policlínico Gemelli como gesto de agradecimiento, donación que se conoció luego de su muerte y sorprendió al personal de este hospital [4].
Volvamos a las páginas del Evangelio y hagamos eco en nuestro corazón ese “Aquí tienes a tu hijo…aquí tienes a tu madre” (Juan 19, 25-27). Todos somos “un poco huérfanos” en cierto sentido… o al menos necesitados de ese corazón y mirada tierna que encontramos en María. Cultivar este amor a nuestra madre, a la madre con “nuestro color” porque ella nos habla en nuestra lengua materna, la lengua que aprendimos en la infancia. Concluyendo tomo prestadas las bellas palabras del monje Agustín Altisent de su relato de las “Mis 3 madres” [5]:
“Enloquecido de júbilo, me doy cuenta de repente, a mis sesenta y cinco años, de que tengo tres madres, ¡tres! ¿Soy acaso mejor que los demás, que Dios me haya dado tres cuando ellos tienen solamente dos? […] Mis tres madres son, a saber, primera: la que me dio a luz y murió al día siguiente: mi madre Luisa […] Lola, mi otra madre, hermana de mi madre […] Dios me guarda en el cielo estas dos madres. Y también, claro, la otra, la ¿tercera?: la suya, la Madre de Nuestro Señor Jesucristo. A esa Madre de las madres, Madre de la Iglesia, esta otra madre mía y de todos los hombres, Jesucristo se la llevó consigo antes que a ninguna […] Mis tres madres están ahí, disimulando ante el Padre esas torpezas; ellas me tapan, me cubren con sus cuerpos para que el Padre no vea lo que hago de malo o lo de bueno que dejo de hacer […] Si la Virgen María es tan grande, va a eclipsar a sus otras dos madres», me objetará alguno. ¡De ninguna manera! —contesto—. ¿Acaso ha visto usted alguna vez que una madre eclipse aquellos seres que Dios ha dado a un hijito suyo, seres a quienes el niño ama y que le deleitan sin hacerle (¡al contrario!) ningún mal? Mi Madre María, la Madre de mi Señor Jesús, no solamente no va a eclipsar a mis otras dos madres, sino que me las va a enviar a recibirme, las va a mandar a mi encuentro cuando yo esté llegando a la presencia de Dios. Mi Madre María les va a decir a mis madres Luisa y Lola (hermanas, ellas. felices de haberse reencontrado eternamente): «¡Andad, corred, que viene ya vuestro hijo, vuestro hijito débil y enfermizo del alma por el que tanto hicisteis!». La Virgen María les dirá eso a mis otras dos madres y yo correré, niño para siempre, a sus brazos, esos brazos que nunca han dejado de sostenerme y abrazarme desde Dios. Y la Virgen María, que alegre y generosa, se habrá quedado atrás para que mis otras dos madres gozaran de mi antes que ella (esa es la generosidad de una madre), vendrá luego y me levantará en sus brazos ¡aquellos mismos brazos —¡oh gran Dios!— que llevaron al mismo Jesucristo! Entonces… entonces ya no sé qué va a ocurrir. Pero algo sí sé: sé que en el corazón de mis tres madres veré el Corazón de Cristo.
Juan Pablo Tobanelli sdb.