En el marco del día del profesor, compartimos la historia de muchos docentes que ponen el cuerpo y el corazón ante la enorme tarea de educar para la vida.
Lunes, 6:20 de la mañana. Suena el tercer despertador del celular. Juan sabe que ya no puede hacer más fiaca, tiene que alistarse y salir a tomar el bondi. En un rato el timbre del colegio sonará y el bullicio del aula se irá apagando esperando al profe para el saludo de los buenos días.
Mientras el sol se va asomando, Juan mira por la ventana del colectivo la ciudad despertándose. De camino al cole, algo le recuerda la conversación del almuerzo del domingo. Se acercaba el día del profesor y su cuñado le había preguntado por qué había elegido ese oficio.
Marcos, el cuñado de Juan, no entendía cómo a pesar de tener un sueldo por debajo del promedio, tener que andar de colegio en colegio para “juntar horas” y terminar todos los años con la “cabeza quemada”, todavía seguía diciendo que le gustaba su trabajo.
Cada vez que le preguntaban sobre su trabajo Juan contestaba más o menos lo mismo. Estar en el aula, acompañando a los pibes y a las pibas en su camino, era lo que él consideraba la mejor forma de mejorar su realidad, su barrio, su ciudad, su historia.
La convicción de Juan tenía su origen desde muy pibe, en el patio del Batallón de Exploradores, donde había encontrado en sus animadores a personas a quien podía contarles sus problemas, sus miedos, sus sueños. Cada fin de semana, charla y juegos de por medio, aprendía lecciones de vida, de cómo ser y cómo afrontar la vida. Más de una vez también encontró el reto que necesitaba o la advertencia para mirar el mundo de otra manera y pensar antes de hacer algo.
Pasó el tiempo, Juan creció y le tocó estar del otro lado. Empezó a animar y acompañar a otros pibes y pibas que como él, traían al patio sus historias y su vida en la mochila. Y así fue como en el camino, creciendo junto a los chicos y chicas fue entendiendo el valor y el sentido de educar. Comprendió que aquella frase de Don Bosco que decía “Educar es cosas del corazón” se jugaba en el día a día, en cada palabra, cada abrazo y cada mate compartido. A partir de ese momento Juan se dio cuenta que había muchos otros patios donde estar presente y el aula era uno de los más importantes .Así comenzó su camino en la docencia.
¡ Pare chofer, pare ! Se escuchó mientras una piba corría por el pasillo hacia el fondo el colectivo. Cuando menos se dio cuenta, ya era hora de bajarse del colectivo. Juan, bajó mochila al hombro y enfiló hacia el cole para arrancar otra semana de laburo. En el aula lo esperan sus estudiantes.
La historia de Juan, con sus matices, puede ser la historia de miles de profesores y profesoras que cada día le ponen el cuerpo y la mente a la enorme tarea de enseñar y acompañar a los pibes y pibas en su experiencia educativa.
El ser profesor/a no queda solo en la vocación, se juega en el día a día como muchos otros trabajos. En la virtualidad o la presencialidad; con frio o calor; con recursos o sin recursos, cerca o lejos de su casa, el aula es el espacio donde la vida de los estudiantes y de los profesores se transforma, donde se enseña y se aprende, donde la vida se cruza y entrecruza.
Por: Renzo Aguirres