Agustín Stojacovich es ex alumno del Colegio “Maria Auxiliadora” de Funes. Es Licenciado en Comunicación Social. En el 2015 decidió subirse a un avión con destino a una experiencia que cambiaría su vida. Aquí nos deja a corazón abierto la experiencia vivida en un país y continente lejano en el cual se entrecruzan historias y en donde la distinción de colores o razas no existe.
¿Cómo surgió la idea de ir a Angola?
La idea de ir a Angola databa de mucho tiempo atrás, antes de decidirme a ir. Quizás al oir el testimonio de algún misionero en aquellas tierras, que dió una charla en mi escuela, en mi temprana adolescencia. Una corazonada, vamos a decir. Pero como nada ocurre por casualidad y las cosas de Dios precisan de tiempo para madurar, la cosa se prolongó durante varios años, inclusive los de la facultad. Empecé a conocer el testimonio de familias que habían ido; también lo profundicé con frecuentes encuentros de voluntarios y finalmente lo decidí: ni bien me recibía, me lanzaba a esta aventura. Por eso, defendí la tesis un miércoles y el domingo ya estaba en el avión rumbo a Angola, allá en los comienzos del 2015. Diez años pasaron, desde la primera inquietud hasta el lanzarme a la aventura de ir tras las fronteras.
Al llegar, ¿Qué fue lo primero que te sorprendió?
Lo que me sorprendió era la cantidad de gente por todos lados: la alegrías, las peleas, el griterío y…la cantidad de niños y niñas. Impresionante. Una de cada dos personas en Angola tiene menos de 12 años, lo cual habla a las claras de que la gurisada conforma gran parte del paisaje urbano y rural, entre el juego y la música, tan propia de aquella tierra, tan fiel al estilo de quienes van asomando al mundo. En otro orden de cosas, creo que uno debe ir con un corazón lo más limpio y desprejuiciado posible: si vas con ideas prefabricadas, las terminas encontrando en la realidad y quizás te perdes de muchas novedades que no se te presentan porque andas “cerrado”, como negado. Tal es así que los primeros días, cuando estuve en Luanda (la ciudad capital), pude ir hasta la obra salesiana más emblemática: la lixeira, que significa “basurero”, con una cantidad interminable de casas hechas de forma precaria; con un ambiento sucio, hedor en el aire, mínimas condiciones de higiene. Encima había llovido a baldazos esos días, por lo que el agua inundaba las calles, callecitas y recovecos. Entonces, los prejuicios y asociaciones simplistas de: pobreza-enfermedad-ausencia del estado-hambre y cuestiones afines, me vino a la mente. El tiempo, compañero y maestro, me fue enseñando que la realidad angoleña no era sólo eso: era mucho más.
¿Cuál era «tu misión» allí?
La misión es estar al servicio. Ir a una comunidad, en mi caso la de Benguela –a 600 kilómetros de la capital, una hermosa ciudad que se erige sobre las costas del Océano Atlántico-, sumándote a los servicios que desde allí se prestan. Si bien yo tuve una agenda medianamente marcada (profesor de filosofía y de pedagogía, catequista, pastoralista, acompañante de grupo de jóvenes), la idea siempre fue tener esa flexibilidad propia de quien quiere dar una mano. Así me vi llevando en la chata un féretro desde la casa del difunto hasta el cementerio, como dando clase, trasladando a alguien al hospital o buscando a otra persona en el aeropuerto o arbitrando y organizando campeonatos de fútbol. La vida en la Misión no para. Qué cierta es esa frase de Jésus: cada día traerá sus afanes, sus retos, sus problemas. Para mí, la misión es, antes que nada, el hecho de compartir: funerales, cumpleaños, casamientos, partidos, celebraciones religiosas. Sumarse a la comunidad, ser uno más. En la alegría y en el dolor, caminar junto al pueblo al que acompañas y te acompaña. Lo dije en mi Misa de envío: el misionero sabe que se entrega, se arriesga, sale de la zona de confort…pero, en definitiva, sabe que gana. Aprendes más de lo que enseñas: te transformas, indudablemente. Y es recíproco, todo el mundo se enriquece.
Imagino que tanto tiempo compartiendo con los jóvenes, niños y familias de allí es difícil no crear lazos.
Como buen argentino, lo mejor y -como siempre, según el grado con el que se manifieste- lo peor fue mi espontaneidad, el intentar hacerme un lugar rápido en la comunidad, sin demasiado filtro ni vueltas. A veces, me tomaron por irreverente; otras, las más, por simpático y entrador. Igualmente, el angoleño es muy receptivo y con la gente de la familia salesiana, aún más. Esto se debe a que, en estos casi 40 años de presencia en el continente Negro, la labor misionera, sea laica, sea consagrada, ha sido incesante y muy prolífica. Te miran, te buscan: les llamas la atención. No discriminan en el sentido negativo al blanco sino en el positivo: se interesan por vos, son curiosos. Te ven como el diferente pero no te excluyen; te integran. Y cuando uno cuenta que viene del patio de Don Bosco, ya ganaste gran parte del Cielo: te hacen uno más, te abren la puerta de par en par. Tuve la oportunidad de tejer muchas amistades y de fortalecerme en la aceptación: mi ritmo frenético y ansioso, tan propio de Occidente, se tuvo que adaptar a los tiempos africanos, tan lentos y morosos; a veces, por sabios y otras, por perezoso. En África, nadie se piensa por fuera de la comunidad. Te sumas o te sumas. Y el misionero se hace eco de esa condición.
¿Qué cosa o cosas podes rescatar de esta experiencia?
Puedo rescatar mucho. Primero y principal: respetar los tiempos de Dios. Hay que ser paciente. Si me decías los primeros tres meses “volvete en ese avión”, ni lo dudaba: le tiraba la soga y me metía, sin check in ni embarque ni nada. Pero fui esperando, hasta encontrarle la vuelta. La realidad se nos presenta siempre de un modo raro, difuso. Hay que saberla interpretar. Para eso necesité de Dios y sus tiempos, al que yo quería controlar, cuando uno en realidad los tiene que aceptar y desde ahí, elegir cómo vivirlos. Otra cosa clave es entender la doble condición del misionero: importante por estar haciendo lo que tiene que hacer en el lugar indicado y, por otra parte, dispensable. Nada se vino conmigo: lo que dejé, seguiré funcionando con otra gente. Puede faltar mis formas, mi estilo pero todo sigue girando, andando. Por un lado, somos viento y polvo. Por el otro: el mundo parece ajustarse a nuestros sueños. En fin, saber que somos importantes pero no imprescindibles. Allí reside, para mí, el verdadero Amor: que no genera dependencias, que libera, que da autonomía. Y hablando de lo estrictamente africano, me llevo mucho los pequeños rituales cotidianos: el saludo cara a cara, el detenerse para preguntarse cómo estuvo la noche, el respeto por los mayores. Por último, desde la Fe, me quedo con la sencillez y alegría con que las mamás celebran el encuentro con Cristo: quizás en el medio de la nada, ellas dan lo mejor y lo único que tienen para alabarlo, con baile y todo, con la inconfundible alegría de que Dios no las abandona, no las deja en banda.
¿De que manera entran en tu vida cotidiana, ya sea en casa o en la escuela con los chicos, los valores aprendidos en Angola?
Nadie te quita lo bailado. Pero tampoco la experiencia te garantiza aprendizaje. Puedo seguir siendo un perejil, aun habiendo vivido experiencias tan significativas, tan marcantes. Tengo que ratificar lo aprendido: los tiempos de Dios, el valor por la vida, la disponibilidad a lo que Dios te va marcando y la Libertad de elegir Seguirlo por ése camino. Intento ser más paciente, más cuidadoso en el trato: prefiero demorarme un ratito, pero darle atención a cada persona con la que me encuentro, como allá me enseñaron. Quiero vivir la fe con alegría y sencillez, con real compromiso. Quiero decir las cosas a tiempo y valorar cada acontecimiento, como si fuera nuevo y a la vez probablemente el último, como en esa tierra que, atestada de horror en el pasado reciente por las guerras y epidemias, aprendió a vivir el día a día con agradecimiento y con la esperanza de poder transformar aquello que no gusta. No quiero que esos dos años sean un paréntesis, una nota al margen. Quiero que sean un espejo en el que mirarme cuando dude de la mano de Dios en mi historia, una inagotable fuente de aprendizaje y la comprobación de que “sólo llegan a ser nuestras las cosas que le entregamos a Dios”. Cuánto más “vacío”, más lleno. Siempre gana, el misionero. Siempre gana, porque no va solo. Y va con Jesús: el resto, o es cháchara o, si es realmente relevante.
Por Jesica Tagliani