Marcos, el cuñado de Juan, no entendía cómo a pesar de tener un sueldo por debajo del promedio, tener que andar de colegio en colegio para “juntar horas” y terminar todos los años con la “cabeza quemada”, todavía seguía diciendo que le gustaba su trabajo.
Cada vez que le preguntaban sobre su trabajo Juan contestaba más o menos lo mismo. Estar en el aula, acompañando a los pibes y a las pibas en su camino, era lo que él consideraba la mejor forma de mejorar su realidad, su barrio, su ciudad, su historia.
La convicción de Juan tenía su origen desde muy pibe, en el patio del Batallón de Exploradores, donde había encontrado en sus animadores a personas a quien podía contarles sus problemas, sus miedos, sus sueños. Cada fin de semana, charla y juegos de por medio, aprendía lecciones de vida, de cómo ser y cómo afrontar la vida. Más de una vez también encontró el reto que necesitaba o la advertencia para mirar el mundo de otra manera y pensar antes de hacer algo.
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